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(Ésta es una versión ligeramente modificada de un artículo publicado en «Technology Review» en el año 2000).
Érase una vez, en la era de la prensa escrita, una regulación industrial que fue establecida para cubrir el negocio de la escritura y la publicación. Se la llamó derechos de autor. El propósito de los derechos de autor establecidos en la constitución de los EEUU fue promover el progreso, esto es, fomentar la publicación. El método usado fue hacer que los editores obtuviesen permiso de los autores para usar sus últimos trabajos.
Los lectores tuvieron pocas razones para oponerse, ya que los derechos de autor restringían sólo la publicación, no las cosas que un lector podía hacer. Si esto elevaba ligeramente los precios de los libros, sólo se trataba de dinero. Esto no cambiaba el estilo de vida de los lectores. Los derechos de autor, como prometían, proporcionaron un beneficio con escasa molestia al público e hicieron bien su trabajo por aquel entonces.
Entonces llegó una nueva manera de distribuir información: los ordenadores y las redes. La ventaja de la tecnología de la información digital es que facilita la copia y manipulación de la información, incluyendo software, grabaciones musicales y libros. Las redes ofrecían la posibilidad de acceso ilimitado para todos los tipos de datos, una utopía de la información.
Pero un obstáculo se interpuso en el camino: los derechos de autor. Los lectores que usaban sus ordenadores para compartir la información publicada eran técnicamente infractores de los derechos de autor. El mundo había cambiado alrededor de esta ley, lo que había sido una vez una regulación industrial de los editores, se había convertido en una restricción al público al que pretendía servir.
En un sistema de democracia real, una ley que prohíbe una actividad popular, natural y útil pronto se vuelve normalmente más permisiva, pero el poderoso grupo de presión de los editores se había propuesto evitar que el público aprovechase el poder de sus ordenadores y encontró en los derechos de autor un arma apropiada. Bajo su influencia, en vez de aumentar la permisividad de los derechos de autor para adecuarse a las nuevas circunstancias, los gobiernos los hicieron más estrictos aun, penalizando con más dureza a los lectores que compartían.
Pero ésto no fue lo último. Los ordenadores pueden ser herramientas poderosas de dominación cuando unos pocos controlan lo que los ordenadores de otras personas hacen. Los editores se dieron cuenta de que forzando a la gente a usar software especialmente diseñado para leer libros electrónicos podían obtener un poder sin precedentes: ¡podían obligar a los lectores a pagar y a identificarse cada vez que leyesen un libro! Este es el sueño de los editores.
Así que convencieron al gobierno de EEUU para aprobar la «Ley de derechos de autor del milenio digital» (DMCA) de 1998, una ley que les daba todo el poder legal sobre casi todo lo que un lector podía hacer con un libro electrónico. Incluso leerlo sin autorización es un crimen.
Todavía tenemos las mismas libertades para usar los libros impresos, pero si los libros electrónicos reemplazan a los libros impresos, esta excepción servirá de poco. Con la tinta electrónica, que hace posible descargar nuevo texto en un papel aparentemente ya impreso, incluso los periódicos pueden llegar a ser efímeros. Imagina: no más librerías de segunda mano, no más prestamos de libros a los amigos, no más préstamos de la biblioteca pública, no más pérdidas que puedan dar a alguien la oportunidad de leer sin pagar y, juzgando por los anuncios del «Microsoft Reader», ninguna compra anónima de libros. Esto es el mundo que los editores tienen en mente para nosotros.
¿Por qué hay tan pocos debates públicos sobre estos momentos de cambio? La mayoría de los ciudadanos no ha tenido todavía la ocasión de enfrentarse con las cuestiones políticas que esta tecnología futurista plantea. Además, el público ha sido educado en que los derechos de autor existen para proteger a los titulares de los derechos de autor con la consecuencia de que los intereses públicos no importan.
Pero cuando a la larga el público empiece a usar los libros electrónicos y descubra el régimen que los editores han preparado para ellos, empezarán a resistirse. La humanidad no va a aceptar este yugo para siempre.
Los editores nos han hecho creer que los opresivos derechos de autor son la única manera de mantener el arte vivo, pero no necesitamos una «guerra contra la copia» para alentar la diversidad de trabajos publicados. Como muestra el grupo musical «Grateful Dead» (muerte agradecida), la copia entre seguidores no es un problema para el artista. Legalizando la copia no comercial de libros electrónicos, podemos devolver a los derechos de autor a la regulación industrial que una vez fueron.
Para algunas clases de escritos, deberíamos ir incluso más allá. Para los libros escolares y las monografías, deberíamos alentar a todo el mundo a publicarlos en la red. Esto ayudaría a proteger los archivos eruditos a la vez que se harían más accesibles. Para libros de texto y los trabajos más consultados, la publicación de versiones modificadas también debería estar permitida ya que esto alentaría a la sociedad a mejorarlos.
Con el tiempo, cuando las redes de ordenadores proporcionen una forma fácil de mandar a alguien una pequeña cantidad de dinero, todo el fundamento para restringir las copias desaparecerá. Si te gusta un libro y sale una ventana diciendo: «Haga clic aquí para darle un dólar al autor», ¿no harías clic? Los derechos de autor para libros y música, en lo que a distribuir copias sin modificación se refiere, serán totalmente obsoletos. ¡Y no en un tiempo muy lejano!
Copyright 2000 Richard Stallman
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Traducción: 29 ago 2004 acidborg
Última actualización: $Date: 2004/09/15 01:43:22 $ $Author: leugimap $